"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR ROCK

EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR DEL ROCK © Jordi Sierra i Fabra 2010 (versión moderna del cuento clásico de Hans Christian Andersen) El Emperador era el artista más famoso de la historia de la música. El único, el mejor, el más grande. Desde su aparición, y en sólo cinco años, había logrado 20 números uno consecutivos. Uno cada tres meses. Sus cinco álbumes habían sido igualmente número uno las 52 semanas de cada año, desbancándose a sí mismo con la aparición del siguiente. Todo el mundo se rendía a sus pies. Joven, guapo, irresistible, sus fans se contaban por millones en los cinco continentes. Así era él. ¿Su nombre? Poco importaba. Nadie lo llamaba Vicente Manuel Soteras Pardo. Para el mundo entero era… el Emperador. —Hubo un Rey del rock llamado Elvis Presley, y un Rey del pop llamado Michael Jackson, y estaban esos chicos del siglo XX… los Beatles, y esos otros ancianos, los Rolling Stones, y ese tío tan feo con voz de regadera… ¿Cómo era? ¡Ah, sí, Bob Dylan! Pero sólo ha habido y habrá un Emperador —solía decir—: ¡Yo! No era mal tipo, pero el éxito le había vuelto algo loco. Nadie discutía sus ocurrencias. Su equipo, formado por más de cien personas entre ayudantes, managers, asistentes, cocineros, masajistas, amigos, secretarios, peluqueros, chóferes, guardaespaldas y un largo etcétera de acólitos que vivían a sus expensas y le reían todas las gracias vitoreándole siempre, lo acompañaba a todas partes, en bloque. Nunca le dejaban solo. Por supuesto se hacía siempre la voluntad del Emperador. Él tenía la primera y última palabra. Lo que decía iba a misa y lo que hacía era ley. Por eso cuando se anunció El Gran Concierto del Milenio… —Quiero actuar ante medio millón de personas, dar el concierto más grande y multitudinario de la historia de la música. Y quiero que se retransmita a todo el mundo por televisión e Internet. Que nadie deje de verme en la Tierra. Y quiero hacerlo el 31 de diciembre, para que la humanidad salte al nuevo año con una canción que estrenaré puntualmente a las doce de la noche y será mi nuevo gran número uno. Además, haremos una película con todo y lo grabaremos para editar un disco en directo. Será lo más gigantesco que jamás se haya hecho. Ya no hubo vuelta atrás. El equipo se puso en marcha. En unas pocas horas la noticia había dado la vuelta al mundo y expandido por el universo: el Emperador iba a cambiar la historia de la música con el mayor concierto jamás realizado. El rock, el pop, todos los ritmos conocerían un antes y un después de este momento. Se pusieron en marcha decenas, centenares de personas para ultimar todos los detalles, tanto del concierto en vivo como de la retransmisión en directo. Había que construir un escenario gigantesco, poblarlo con el mejor equipo de luces jamás diseñado, crear la escenografía más increíble. Nada era suficiente. Todo era poco. Arquitectos, diseñadores, técnicos, especialistas de todas las ramas, genios informáticos, inventores… El Emperador supervisaba cualquier detalle. El repertorio, los bailes, la coreografía, los músicos, el vestuario… ¡El vestuario! Una mañana, el Emperador llamó a todo su equipo. —¡Quiero el traje más llamativo, impecable, brillante, hermoso y fascinante de cuantos se hayan creado, para hacer mi aparición estelar en el concierto! —gritó—. ¡Será el traje con el que seré visto y recordado a lo largo de la posteridad! ¡Un icono! ¡Que todos los grandes modistos del mundo me presenten sus ideas y diseños! Durante los días siguientes, no se habló de otra cosa. De París a Milán, de Nueva York a Barcelona, de Tokio a Medellín, los mejores diseñadores de ropa de la Tierra se pusieron a trabajar para dar con el traje que quería el Emperador. Telas exóticas, diseños atrevidos, futurismo, locura, imaginación, atrevimiento… Pero cuando los primeros modelos llegaron a su residencia, en la cima del rascacielos más alto de la ciudad… El Emperador los rechazó uno tras otro, con comentarios de lo más mordaces. —¿Esto? ¿Cómo se atreven? ¡Horrible! ¿Y este? ¡Espantoso! ¡Menuda vulgaridad! ¿De verdad piensan que puedo ponerme esta ropa… o esta… o esta otra! ¡Ag, Santo Cielo!, ¿no hay nadie que sea capaz de crear la ropa del futuro? ¿Ningún genio está a mi altura visionaria y genial? ¿Cómo es posible? ¡Van a vestirme A MI! Se acercaba el día del concierto, y el traje que el Emperador debía de lucir en su aparición estelar no llegaba. Los más avanzados los encontraba ridículos, y los más clásicos anticuados. Nada era de su gusto. Pronto su mal humor fue paralelo a la depresión de su cohorte de subordinados, pues temían tanto su ira como su malestar. El traje nuevo del Emperador se convirtió en lo más importante del concierto. Sería su imagen, quizás, de por vida. Se le recordaría eternamente con él, en su día más glorioso y gigantesco. Entonces, una mañana, dos días antes de la gran efemérides y cuando ya nadie creía posible el milagro, llegó a la torre un hombrecillo cubierto de arrugas, con los ojos rasgados, que pidió ver al Emperador para decirle que él y sólo él, podía hacerle el traje que tanto ansiaba. El hombrecillo fue llevado a su presencia. —¿Dices que tú puedes hacerme esa ropa? —le escrutó de hito en hito el gran compositor y cantante. —Sí, oh supremo hacedor de la música de este siglo —le reveló su visitante—. Y os aseguro que será el más increíble traje que jamás haya sido visto. —Te cubriré de oro si es así. No me importa el precio. ¿Cuánto tardarás en entregármelo? —Os tomaré medidas y trabajaré toda la noche. Tanto es así que mañana lo tendréis a vuestra disposición. Pongo mi cabeza en juego, de tan seguro que estoy que os encantará. Los ojos del anciano chisporrotearon de tal forma, que todos, todos, supieron que hablaba en serio, y que su ropa sería la mejor, sublime y digna del Emperador. -Entonces, sea –dijo él-. En tus manos encomiendo mi gloria visual, porque la escénica y la musical ya me han sido dadas. Aquella noche nadie durmió. Todos esperaron con ansiedad la mañana, el momento en que el sastre oriental apareciera con la rutilante vestimenta. Los nervios estaban a flor de piel. Ya no había uñas que morder. Y al amanecer, el astro de la música ya se hallaba en pie aguardando el prodigio. Algo le decía que aquel hombre era capaz de hacer el milagro. Su instinto nunca le había fallado. Cuando apareció el anciano… —Emperador —dijo sosteniendo una caja de vivo color rojo—, os he hecho el mejor traje que haya sido confeccionado jamás. Nunca rey o prohombre ha llevado sobre su piel algo más fino y delicado. Tanto es así, que os parecerá que no llevéis nada encima, lo cual os permitirá moveros con soltura por el escenario, lleno de libertad. Pero aún hay más —sus ojillos perspicaces miraron a todos los ayudantes del músico—. Está hecho con una tela única, especial, que procede de las montañas de mi país. Una tela… ¡que sólo pueden ver las personas inteligentes, ya que a las necias les es imposible apreciarla! Todos los que estaban allí se creían muy inteligentes, así que asintieron con la cabeza. —¿Estáis preparado? —preguntó el sastre. —Sí, ¡sí! —se agitó el Emperador. Entonces el sastre abrió la caja, fingió coger con delicadeza una ropa a todas luces invisible, y con las manos en alto mostró aquel vacío a los que le rodeaban. —¿Acaso no es maravilloso? —se jactó con falsa emoción. Primero todos se quedaron boquiabiertos. No veían nada. Pero luego… nadie quiso pasar por necio. —¡Prodigioso! —exclamó el managerdel Emperador. —¡Fantástico! —dijo el cocinero del Emperador. —¡Qué colores! —suspiró el peluquero del Emperador. —¡Alucinante! —manifestó la masajista del Emperador. El Emperador tampoco veía nada, pero si sus servidores sí eran capaces de apreciar aquella maravilla… ¿Acaso él y sólo él era un necio? Todos estaban pendientes de su reacción. —¡Es lo que deseaba! —afirmó rendido tras unos segundos de vacilación. Hubo un aplauso general, y también un suspiro de alivio. —Oh, tenéis que probároslo —dijo el sastre—. Dejadme que os ayude, gran estrella de la música contemporánea. El hombrecillo desnudó al Emperador. Lo dejó sin nada. Luego, con gran solemnidad, fingió ponerle la exquisita prenda cuidando hasta el más mínimo detalle para que todo encajara y nada quedara al azar. Tardó casi diez minutos en colocar debidamente la maravillosa vestimenta con la que el Emperador debía asombrar al mundo entero. Cuando terminó, dio un paso atrás, y su rostro se demudó de emoción. Dos lágrimas cayeron por sus mejillas. —Es mi mejor trabajo —alardeó con seguridad. El Emperador se veía tal cual su madre le había traído al mundo frente al espejo. Todos sus ayudantes le veían igualmente desnudo y ridículo. Pero como ninguno quería pasar por necio, mantuvieron su admiración más y más acusada, rayana en el asombro. —¡Oh! —¡Ah! —¡Sublime! —¡Mayestático! —¿A que parece que no llevéis nada? —preguntó el sastre. —En efecto, apenas noto un roce —dijo el Emperador. —Podréis moveros, cantar, saltar, sin que ni un pliegue muestre una arruga —insistió el hombrecillo. —¡Es increíble! ¡La mejor tela, y desde luego el mejor diseño, sí, sí, sí! Todos aplaudieron más. Una autentica fiesta. Y el sastre se fue de la mansión con un suntuoso cheque por su trabajo, sin dejar de reír y reír y reír. Todos pensaron que era de felicidad por haber servido al Emperador. El día del gran concierto, el supremo cantante y músico del siglo, el más famoso y célebre, se dispuso a pasar a la historia. Cuando “se puso” el traje se miró al espejo una y otra vez. Seguía viéndose desnudo, pero ¿acaso él, precisamente él, era un necio? ¡No y mil veces no! ¡Era el Emperador! Si todos veían el traje, él lo luciría con orgullo. Así que al llegar la hora… Medio millón de personas gritando enfervorizadas en directo, doscientos países conectados en vivo, el mayor escenario, el mayor despliegue de luces, el mayor despliegue técnico, los mejores músicos, los mejores bailarines, todo a punto, a punto, a punto… y al sonar la primera fanfarria… El Emperador salió a escena con su nuevo traje. Al comienzo, se hizo el silencio. Medio millón de gargantas paralizadas por el asombro. Todas las televisiones enmudecidas. ¡Pero era el Emperador! ¡Un reto, una provocación, el fin de la ropa, el advenimiento de una Nueva Era! ¡La libertad! Algunos empezaron ya a desnudarse, dispuestos a seguir a su amo. Otros… Estalló la tormenta, los aplausos, las risas, el juego de las emociones, el amo de la música mundial comenzó a cantar, la locura se apoderó del escenario, un furioso tema lanzó miles de decibelios al aire. Y cuando el Emperador, según su costumbre, llevó su micrófono a una niña preciosa, de apenas unos siete años, sin duda una de sus fans más jóvenes, para que cantara con él el estribillo de la primera canción, el mundo entero escuchó la pregunta que ella le hizo. Una pregunta reveladora, sincera, inocente. —Emperador, ¿por qué vas desnudo? —¿Qué ha dicho esa niña? —gruñó el manager del artista entre bastidores. —¿Desnudo? ¿El Emperador… va desnudo? —Pero será posible… El Emperador también la había escuchado. Miró al público. Más y más risas, más y más caras de sorpresa, más y más certeza de… ¿De que iba desnudo? ¿Tenía medio millón de necios delante? Quizás sí. Aunque siempre había creído que sus fans eran inteligentísimas. Cerró los ojos y siguió cantando, feliz. Después de todo era su gran momento de gloria.

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